Cerca del pueblo a través de la música
MARIO WAINFELD
Por él hay que cantar Aleluya
Alejandro Mayol había nacido en el ’32, lo recuerdo hoy porque acaba de morir. Integró el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM), fue amigo y compañero de viajes de Carlos Mugica. Como Mugica, fue popular en su época (los ’60 y los ’70) pero llegó por otros caminos. El MSTM era una revolución que abría ventanas, se proponía airear la Iglesia Católica con los vientos de apertura del Concilio Vaticano II. Curas de todo el mundo, muchos y vitales en la Argentina (aunque siempre minoría) bardearon por doquier para transmitir su mensaje religioso y político.
Alejandro eligió, en aquel tramo, tocar la viola, componer canciones sencillas pero no pavas ni inocentes de sentido, acercarse al pueblo a través de la música. “El padre Alejandro” salía por la prehistórica tevé de entonces, con varios hits de su cuño. “La Creación”, también citada en la columna de Fortunato Mallimaci, fue seguramente el más sonado, con su estribillo “por eso hay que cantar Aleluya”. Cantaba para divertir más que para entretener, para comunicar alegrando. Se hacía oír sin sermonear ni levantar el dedito.
Mayol y sus compañeros creían, soñaban e impulsaban en una peculiar versión del cristianismo que contaré a mi modo hereje, con mis propias palabras. No cantaba, si se me permite la transposición a otro poeta, “a ese Jesús del madero sino al que anduvo en la mar”. No lo conmovían los purpurados sino el Cristo irredento y rebelde. No se prosternaba ante jerarquías facciosas e intolerantes, amaba al pueblo cristiano. Su imaginario hecho canción se tornaba rápidamente trinitario: ese pueblo cristiano era pueblo a secas y, en su versión local, pueblo peronista. El pueblo se entroncaba a la fiesta, a la alegría compartida, a la música. “Cuando se canta a coro se comulga”, me explicó una vez (o creo que me explicó o pudo explicarme, tanto da) y le creí para siempre. En tal sentido comulgué a menudo.
Era versado y lector, de libros religiosos y de los otros. A veces explicaba sus afanes metiéndose con San Agustín en un debate que se podía comprender hasta un punto. Con las canciones o los espectáculos que armó todo era más manejable. Compuso, cantó, armó una (¿cómo llamarla?) operita criolla llamada La patriada que recorría en distintos géneros musicales argentinos nuestra historia.
Reunirse con Alejandro era una experiencia embriagadora. Podía serlo, eventualmente, en sentido estricto pero hablo en sentido figurado. Se sucedían las risas, las conversaciones a los gritos, las imitaciones de personajes famosos, se cantaba, inexorablemente y sin tapujos.
Dejó los hábitos, se casó, armó un familión. Se permitía casar gente de vez en cuando en el campo, alegaba con erudición que eso le estaba permitido. Si Dios existiera y fuera el buen Dios en el que Alejandro tenía fe, piensa este agnóstico, seguro que se lo hubiera habilitado.
Recuerdo cuando fuimos juntos a General Madariaga a ver la representación de una versión teatral-musical de La Pasión según San Juan (supongo...) que había escrito y compuesto. Los actores-intérpretes eran no profesionales, habitantes de la ciudad, más centenas que decenas. La obra conmovía, ponía la piel de gallina. Al volver, bien entrada la noche, Alejandro manejaba y nos explicaba a Beatriz (su esposa), a mi compañera y a mí el sentido litúrgico que tenía esa Pasión encarnada en gente de pueblo. Se ensimismaba tanto que producía el pequeño milagro de no encontrar la (amigable) salida del pueblo a la ruta. Dábamos vuelta como un trompo, él no se percataba de esos detalles.
Fue un creyente fervoroso y sincero. Su inteligencia se embellecía con un acelerado sentido del humor. Era optimista y alegre, contagiosamente. Un artista, un hombre de ideas, un militante nacional-popular, un tipo dulce y entrañable. Desconocedor (y suspicaz) acerca de otra existencia después de la vida, me duele su adiós. Sólo canto Aleluya por su mensaje, por su ejemplo, por la rebosante dicha de haberlo conocido.
FORTUNATO MALLIMACI *
Nos dejó por un tiempo
Alejandro nos ha dejado por un tiempo. El que hacía chistes sobre la muerte, hoy nos acompaña desde otros lugares.
Tuve la suerte de intimarlo más los últimos años en múltiples encuentros. De niño lo escuche cantar en Punta Alta, de joven lo visité cuando era asesor de la Juventud Universitaria Católica con Carlos Mugica en la Universidad de Buenos Aires y luego –cuando hacía mi investigación– lo leí detenidamente desde la revista Tierra Nueva y en el libro sobre los católicos postconciliares que escribió con Norberto Habegger y Arturo Armada. Allí muestra un profundo análisis de la génesis del cristianismo liberacionista en Argentina y las complicidades de otros sectores cristianos con el poder económico y militar.
Cristiano comprometido con el mundo de los pobres hasta la médula, lo vivió y experimentó en “cuerpo y alma” desde diversos lugares. Fue sacerdote, esposo, padre, militante partidario de causas populares y un sensible y profundo artista que pudo combinar todas esas fidelidades. Decía hace un tiempo en una entrevista: “Decidí dejar el sacerdocio. Yo en ese momento dije: quiero al sacerdocio y la quiero a Beatriz. No optaba, es lo que sentía, no me hubiera ido si no me obligaban a optar”.
Hay que recordarlo y mucho. Es una memoria peligrosa y testimonial de un cristianismo libertario, apasionado de la justicia, que vivió sufrimientos y esperanzas, que priorizó el amor, la entrega y la misericordia a todo dogma, norma y doctrina. Además creador continuo de símbolos y espacios que vincularon creencias católicas con experiencias populares liberadoras. La Misa Criolla, sus óperas cancheras y sus múltiples canciones son un testimonio de esa entrega a “su pueblo y su religión”.
Alejandro se nos fue y al mismo tiempo sigue presente allí –como él hacía– donde hay lucha y compromiso con los humillados y desheredados de la tierra; allí donde se proclama, anuncia y denuncia desde el Reino de Dios y su libertad y donde la creación artística se hace sensible con el corazón y la pasión de cada hombre y cada mujer. Cuando se avanza en derechos, se elimina una injusticia, una oración se eleve al Dios Padre y Madre y se recuerde que “Al crear la vaca, Dios hizo la leche, hizo el dulce ’e leche, todo lo hizo bien” allí estará Alejandro con su guitarra, su voz y sus sonrisas mostrando las ganas y la alegría de vivir porque amó e hizo lo que quiso.
* Sociólogo, militante cristiano.
MARIO WAINFELD
Por él hay que cantar Aleluya
Alejandro Mayol había nacido en el ’32, lo recuerdo hoy porque acaba de morir. Integró el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM), fue amigo y compañero de viajes de Carlos Mugica. Como Mugica, fue popular en su época (los ’60 y los ’70) pero llegó por otros caminos. El MSTM era una revolución que abría ventanas, se proponía airear la Iglesia Católica con los vientos de apertura del Concilio Vaticano II. Curas de todo el mundo, muchos y vitales en la Argentina (aunque siempre minoría) bardearon por doquier para transmitir su mensaje religioso y político.
Alejandro eligió, en aquel tramo, tocar la viola, componer canciones sencillas pero no pavas ni inocentes de sentido, acercarse al pueblo a través de la música. “El padre Alejandro” salía por la prehistórica tevé de entonces, con varios hits de su cuño. “La Creación”, también citada en la columna de Fortunato Mallimaci, fue seguramente el más sonado, con su estribillo “por eso hay que cantar Aleluya”. Cantaba para divertir más que para entretener, para comunicar alegrando. Se hacía oír sin sermonear ni levantar el dedito.
Mayol y sus compañeros creían, soñaban e impulsaban en una peculiar versión del cristianismo que contaré a mi modo hereje, con mis propias palabras. No cantaba, si se me permite la transposición a otro poeta, “a ese Jesús del madero sino al que anduvo en la mar”. No lo conmovían los purpurados sino el Cristo irredento y rebelde. No se prosternaba ante jerarquías facciosas e intolerantes, amaba al pueblo cristiano. Su imaginario hecho canción se tornaba rápidamente trinitario: ese pueblo cristiano era pueblo a secas y, en su versión local, pueblo peronista. El pueblo se entroncaba a la fiesta, a la alegría compartida, a la música. “Cuando se canta a coro se comulga”, me explicó una vez (o creo que me explicó o pudo explicarme, tanto da) y le creí para siempre. En tal sentido comulgué a menudo.
Era versado y lector, de libros religiosos y de los otros. A veces explicaba sus afanes metiéndose con San Agustín en un debate que se podía comprender hasta un punto. Con las canciones o los espectáculos que armó todo era más manejable. Compuso, cantó, armó una (¿cómo llamarla?) operita criolla llamada La patriada que recorría en distintos géneros musicales argentinos nuestra historia.
Reunirse con Alejandro era una experiencia embriagadora. Podía serlo, eventualmente, en sentido estricto pero hablo en sentido figurado. Se sucedían las risas, las conversaciones a los gritos, las imitaciones de personajes famosos, se cantaba, inexorablemente y sin tapujos.
Dejó los hábitos, se casó, armó un familión. Se permitía casar gente de vez en cuando en el campo, alegaba con erudición que eso le estaba permitido. Si Dios existiera y fuera el buen Dios en el que Alejandro tenía fe, piensa este agnóstico, seguro que se lo hubiera habilitado.
Recuerdo cuando fuimos juntos a General Madariaga a ver la representación de una versión teatral-musical de La Pasión según San Juan (supongo...) que había escrito y compuesto. Los actores-intérpretes eran no profesionales, habitantes de la ciudad, más centenas que decenas. La obra conmovía, ponía la piel de gallina. Al volver, bien entrada la noche, Alejandro manejaba y nos explicaba a Beatriz (su esposa), a mi compañera y a mí el sentido litúrgico que tenía esa Pasión encarnada en gente de pueblo. Se ensimismaba tanto que producía el pequeño milagro de no encontrar la (amigable) salida del pueblo a la ruta. Dábamos vuelta como un trompo, él no se percataba de esos detalles.
Fue un creyente fervoroso y sincero. Su inteligencia se embellecía con un acelerado sentido del humor. Era optimista y alegre, contagiosamente. Un artista, un hombre de ideas, un militante nacional-popular, un tipo dulce y entrañable. Desconocedor (y suspicaz) acerca de otra existencia después de la vida, me duele su adiós. Sólo canto Aleluya por su mensaje, por su ejemplo, por la rebosante dicha de haberlo conocido.
FORTUNATO MALLIMACI *
Nos dejó por un tiempo
Alejandro nos ha dejado por un tiempo. El que hacía chistes sobre la muerte, hoy nos acompaña desde otros lugares.
Tuve la suerte de intimarlo más los últimos años en múltiples encuentros. De niño lo escuche cantar en Punta Alta, de joven lo visité cuando era asesor de la Juventud Universitaria Católica con Carlos Mugica en la Universidad de Buenos Aires y luego –cuando hacía mi investigación– lo leí detenidamente desde la revista Tierra Nueva y en el libro sobre los católicos postconciliares que escribió con Norberto Habegger y Arturo Armada. Allí muestra un profundo análisis de la génesis del cristianismo liberacionista en Argentina y las complicidades de otros sectores cristianos con el poder económico y militar.
Cristiano comprometido con el mundo de los pobres hasta la médula, lo vivió y experimentó en “cuerpo y alma” desde diversos lugares. Fue sacerdote, esposo, padre, militante partidario de causas populares y un sensible y profundo artista que pudo combinar todas esas fidelidades. Decía hace un tiempo en una entrevista: “Decidí dejar el sacerdocio. Yo en ese momento dije: quiero al sacerdocio y la quiero a Beatriz. No optaba, es lo que sentía, no me hubiera ido si no me obligaban a optar”.
Hay que recordarlo y mucho. Es una memoria peligrosa y testimonial de un cristianismo libertario, apasionado de la justicia, que vivió sufrimientos y esperanzas, que priorizó el amor, la entrega y la misericordia a todo dogma, norma y doctrina. Además creador continuo de símbolos y espacios que vincularon creencias católicas con experiencias populares liberadoras. La Misa Criolla, sus óperas cancheras y sus múltiples canciones son un testimonio de esa entrega a “su pueblo y su religión”.
Alejandro se nos fue y al mismo tiempo sigue presente allí –como él hacía– donde hay lucha y compromiso con los humillados y desheredados de la tierra; allí donde se proclama, anuncia y denuncia desde el Reino de Dios y su libertad y donde la creación artística se hace sensible con el corazón y la pasión de cada hombre y cada mujer. Cuando se avanza en derechos, se elimina una injusticia, una oración se eleve al Dios Padre y Madre y se recuerde que “Al crear la vaca, Dios hizo la leche, hizo el dulce ’e leche, todo lo hizo bien” allí estará Alejandro con su guitarra, su voz y sus sonrisas mostrando las ganas y la alegría de vivir porque amó e hizo lo que quiso.
* Sociólogo, militante cristiano.
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